Escapó corriendo en la pista del aeropuerto parisino de La Bourget para evitar volver a Moscú y para convertirse en leyenda.
Al joven bailarín, que tenía entonces 23 años, le había comunicado poco antes el director del Ballet Kirov que él no iba a continuar la gira que tanto éxito había cosechado con «La bella durmiente» en París. El resto de la compañía viajaría a Londres, pero él debería regresar a Moscú en un Tupolev. «Lo comprendí todo en el acto: jamás me dejarían volver a Europa, yo era una cabeza muy dura impropia para la exportación y tendría que quedarme en Rusia, castigado y oscurecido», recordaba Nureyev.
El artista no solo había destacado hasta entonces por sus cualidades. Su interés por aprender inglés, por asistir a representaciones de compañías de danza extranjeras y frecuentar a los artistas que viajaban a la Unión Soviética, su ausencia en los cursos de instrucción política le originaban continuos problemas con las autoridades. Por su rebeldía e inconformismo había sido sancionado con no poder bailar ante los miembros del Gobierno ni viajar al extranjero... hasta aquel junio de hace 50 años en que pasaría a convertirse en un símbolo de la libertad. «Fue el salto más grande de toda mi vida», afirmó después el bailarín.
Después viajaría a Dinamarca y conocería a su admirado Erik Bruhn y a Margot Fonteyn, la gran estrella de la danza británica que entonces tenía 42 años. Con ella formaría la pareja más relevante del ballet mundial de 1962 a 1977. «Él no era simplemente un bailarín, sino la danza misma», dijo Fonteyn de él. La pareja escribiría algunas de las mejores páginas de la historia de la danza con su «Margarita y Armando», su «Romeo y Julieta», su «Lago de los cisnes» o el paso a dos de «El corsario». Nureyev trabajó con coreógrafos como Roland Petit, Maurice Béjart, Martha Graham o George Balanchine, llegó a protagonizar una película de Ken Russell sobre Rodolfo Valentino y se dejó seducir por la música en su última etapa como director de orquesta. Su difícil carácter le acompañó hasta el final y le provocó sonoros enfrentamientos en su etapa de director del ballet de la Ópera de París.
El genial artista nacido en 1938 en un vagón de tren a quien su severo padre quiso convertir en militar como él falleció de sida en París el 6 de enero de 1993 dejando un hueco insustituible en la danza clásica.
«Tal vez sea a Nureyev a quien más le debamos los bailarines la posibilidad de ser algo más en el escenario que el «partenaire» de la primera bailarina. Rudolf nos dio esa posibilidad, no solo a través de su enorme talento, sino también por su personalidad y carisma sobre el escenario. ¿Qué bailarín no se ha mirado alguna vez en ese espejo y ha deseado tener una carrera tan brillánte? Rudolf es un símbolo para todos nosotros. Todavía me emociona su corajuda decisión de traspasar toda frontera geográfica, política e ideológia y su ansia de libertad. Esa misma libertad que lo hacía un pájaro sobre el escenario», escribió el bailarín Julio Bocca en ABC tras conocer su muerte. Tenía 54 años. Está enterrado en el cementerio de Sainte-Geneviève-des-Bois, a las afueras de París.
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